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miércoles, 22 de abril de 2015

Vivir de la Traducción (1)

Por Alicia Martorell

Ese traductor que trabaja para una gran agencia. Las tarifas son bajas, pero sale adelante echando muchas horas. Al menos no le falta trabajo como a sus hermanos, que están los dos en el paro. Se fue de casa de sus padres hace un año. Alquila un piso minúsculo, pero al menos no tiene que compartir. Hay meses mejores que otros, pero gana suficiente para irse unos días de vacaciones y salir a cenar de vez en cuando.
Esa traductora que trabaja para organizaciones internacionales. Consigue tarifas bastante buenas, pero casi no tiene un minuto libre. Para compensar, todos los años reserva un mes para un largo viaje. Es consciente de que los años pasan y tendrá que aflojar el ritmo, pero no sabe por dónde empezar. De momento, está buscando una casita para los fines de semana.
Esa traductora que al terminar la carrera se ofreció para colaborar en una asociación de traductores. Empezó ayudando en cosas pequeñas hasta que dio el salto y se presentó para la junta directiva. Al principio no tenía mucho trabajo de traducción y podía compaginarlo todo. Ahora ha cumplido su primer mandato y no se va a presentar de nuevo: traduce ocho horas al día y está esperando un bebé, así que no le va a quedar mucho tiempo libre, pero nunca olvidará lo que ha aprendido en esos cuatro años.
Ese traductor que llegó a España desde Estados Unidos hace veinte años para dar clases de inglés, hasta que un día le llamaron de una revista científica para traducir unos artículos. Durante un tiempo estuvo compaginando las dos cosas pero pronto se dio cuenta de que podía ganar más como traductor que como profesor de idiomas. Ahora lleva más de quince años traduciendo.
Esa traductora sola con un hijo que traduce libros de un idioma un tanto exótico. Hasta ahora se las ha arreglado bien, aunque a veces le cuesta compaginar los horarios. Menos mal que trabaja en casa, porque si hace falta puede alargar la jornada a los fines de semana sin pedir a nadie que se quede con el niño.
Esa traductora que saca adelante su casa y a sus dos hijos pequeños. Su marido es arquitecto y está en el paro desde hace dos años. Tiene muchos clientes directos y trabaja con agencias alemanas, lo que le permite obtener mejores tarifas. Ha tardado seis o siete años en estabilizarse, pero ahora lo ha conseguido. No obstante, la crisis le preocupa: ha perdido algún buen cliente y siente más presión sobre los precios. Está intentando diversificarse, por si acaso, y se ha apuntado a un curso de interpretación.
A pesar de los pesares, todos ellos se ganan la vida traduciendo. Mejor o peor, con más o menos esfuerzo, pero es su trabajo. No es un vicio intelectual para los fines de semana ni sirve para redondear el fin de mes. Es una profesión. Y aunque sufre la crisis como todas las demás, da de comer. Al menos tan bien o tan mal como cualquier otra profesión.

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