Muchas personas perciben el oficio del traductor como un sencillo trabajo de oficina que puede ser realizado por cualquier persona que haya tenido un mínimo contacto con una lengua ajena a la materna. Y, por un simple ejercicio de honestidad, debo confesar que yo era uno de los más férreos defensores de este mito.
Una vez comencé mi carrera en la Escuela de Idiomas Modernos de la UCV, cada profesor que desfiló frente a mis ojos en las envejecidas aulas de clase se encargó, ladrillo a ladrillo, de desmontar tan descabellada percepción. Descubrí un mundo de interminables conocimientos que moldeaban mi intelecto mucho más allá de unas estructuras gramaticales presentes en un código ajeno a mi lengua materna. En fin, descubrí que el buen traductor no sólo aprende un nuevo idioma, también internaliza un cúmulo infinito de saberes que aderezan los semas inmersos en el nuevo código adquirido.
Justo en ese momento descubrí que la Traducción es un arte que une culturas, y permite que el artista vuele fuera de su silla de oficina hacia lo más profundo de su intelecto, para así convertirse un invisible escultor de mensajes cargados de conocimientos y rasgos culturales.
Definitivamente, el gusto que se impregna en mi ser al traducir proporciona un sazón diferente al arte disfrazado de trabajo común que desarrollo día a día.
Lic. Javier Gómez